En Santafé se vivía modesta pero confortablemente. Las casas eran de un solo piso, en lo general; todas las piezas estaban esteradas, porque el lujo de la alfombra sólo se conocía en las iglesias, en donde aún se conservan vestigios descoloridos, y de tanto cuerpo, como dicen los comerciantes, que parecen colchones. El mueblaje de las salas no podía ser más modesto: canapés de dos brazos en forma de S, sin resortes, y forrados en filipichín de Murcia (hoy tripe); mesitas de nogal estilo Luis xv, en que se ponían floreros de yeso bronceado, con frutas que se copiaban de los colores naturales; estatuas de la misma materia; representación de la Noche y el Día, con un candelabro en la mano; cajones de Niño Dios, de Nuestra Señora de los Dolores, o de algún santo, llenos de todas las chucherías y baratijas imaginables; taburetes de cuero con espaldar pintado de colores abigarrados. En los rincones se colocaban pirámides de papayas, que embalsamaban la atmósfera con su aroma, y ahuyentaban las pulgas; vitelas en las paredes (hoy cuadros o láminas) de asuntos mitológicos o episodios de la historia de Hernán Cortés, el descubrimiento del Nuevo Mundo, etcétera. La araña de cristal suspendida del cielo raso era un lujo que pocos gastaban. Hablamos de la generalidad de las casas, porque, en puridad de verdad, había excepciones; pero las tales cargaban con la responsabilidad, no solidaria, de pagar con las consecuencias de la especialidad que usaban, como más adelante diremos.

1893