Eran las cuatro, el cielo de Caracas estaba extremadamente claro y brillante, una calma inmensa aumentaba la fuerza de un calor insoportable, caían algunas gotas de agua sin verse la menor nube que las arrojase, y yo salí de mi casa para la Santa Iglesia Catedral. Como cien pasos antes de llegar a la plaza de San Jacinto, convento de la Orden de Predicadores, comenzó la tierra a moverse con un ruido espantoso; corrí hacia aquella, algunos balcones de la Casa de Correos cayeron a mis pies al entrar en ella, me situé fuera del alcance de las ruinas de los edificios y allí vi caer sobre sus fundamentos la mayor parte de aquel templo, y allí también, entre el polvo y la muerte, vi la destrucción de una ciudad que era el encanto de los naturales y de los extranjeros. A aquel ruido inexplicable sucedió el silencio de los sepulcros. En aquel momento me hallaba solo en medio de la plaza y de las ruinas; oí los alaridos de los que morían dentro del templo, subí por ellas y entré en su recinto. Todo fue obra de un instante. Allí vi como cuarenta personas, o hechas pedazos, o prontos a expirar por los escombros. Volví a subirlas y jamás se me olvidará este momento. En lo más elevado encontré a don Simón Bolívar que, en mangas de camisa, trepaba por ellas para hacer el mismo examen. En su semblante estaba pintado el sumo terror o la suma desesperación. Me vio y me dirigió estas impías y extravagantes palabras: «Si se opone la Naturaleza, lucharemos contra ella y la haremos que nos obedezca». La plaza estaba ya llena de personas que lanzaban los más penetrantes alaridos.